Por: Federico Jiménez Los Santos
Ronald Reagan ha sido, sin ninguna duda, el político más importante del siglo XX. Un siglo que se abre con la revolución soviética y se cierra con la caída del Muro de Berlín, el siglo de la ignominia, del totalitarismo, de Auschwitz y el Gulag, el siglo del asesinato en masa que abrió el infame Vladimir Ilitch Ulianov, (Lenin para los amigos) seguido por Stalin y Mao, los más lúgubres y grandiosos criminales en serie que dio el comunismo. Un siglo que cerró con maestría Ronald Reagan, este viejo optimista que sólo podía haber nacido en los Estados Unidos, que sólo desde la propia reflexión política y vital norteamericana podía llegar a las conclusiones ideológicas que le permitieron cambiar el panorama internacional y que sólo desde el Poder y el poder de los USA pudo efectivamente imponer ese cambio en todo el mundo.
Reagan no fue sólo el hombre que supo ver lo que había que hacer, sino cómo hacerlo. Reagan no fue sólo el político que supo captar la esencia del gran combate del siglo XX, el de la libertad individual contra la tiranía colectivista, sino cómo utilizar el poder del Estado, del más poderoso de los Estados contemporáneos, al servicio de la sociedad, de todas las sociedades libres, empezando por la suya propia. Reagan fue el político liberal que, con su pequeña hermana británica Margaret Thatcher, entendió la obligación moral que tiene todo líder democrático contemporáneo de librar la batalla de las ideas y de la propaganda contra la hegemonía izquierdista en los medios de comunicación. Para lo cual era preciso levantar acta de que la libertad estaba perdiendo y el comunismo estaba ganando la Guerra Fría, pero que era moralmente necesario y por tanto políticamente obligado darle la vuelta a la situación y derrotar al Imperio del Mal, el creado por Lenin.
Lo admirable de Reagan no fue sólo su determinación política, su sentido de las obligaciones antes que de las contemplaciones, su convicción de que no hay razón de Estado que justifique la dimisión moral, sino la coherencia intelectual de su política nacional e internacional: América no podía liberar al mundo del colectivismo si antes no se liberaba a sí misma; el mundo no podía liberarse a sí mismo si no contaba con América. Por eso, Reagan financió la guerra más costosa de la Historia con la más colosal rebaja fiscal que ninguna gran potencia haya emprendido nunca. Reagan bajó el límite de la presión fiscal del 75% al 50% y luego, mediante pacto con los demócratas, al 27 %. De sesenta tramos y escalas las redujo a cinco y a dos. En cuanto a las infinitas deducciones, desaparecieron, con buena parte de las asesorías en triquiñuelas fiscales.
Y la economía norteamericana, contra la opinión de los expertos, despegó como un Pershing 2, símbolo de la determinación militar de los USA y de la Alemania Occidental de Helmut Schmidt, y se desplegó como un inmenso cartel de cine frente al polvoriento Imperio soviético y sus flamantes SS-20. Lo formidable de Reagan era que la libertad predicaba con el ejemplo: los norteamericanos vivían mejor defendiendo el modelo de sociedad abierta, liberal y democrática, que imitando o rindiéndose ante el socialismo. Los años 80 del pasado siglo, los años de Reagan, los vivimos en blanco y negro porque, dígase lo que se diga, las grandes opciones morales y políticas no son cuestión de matices sino de la capacidad y la voluntad de elegir. Y Reagan eligió por sí mismo, por su país y por todos nosotros. Y eligió bien, porque sabía bien lo que quería.
Entonces, en 1980, cuando Reagan llegó a la Casa Blanca, la URSS y el comunismo avanzaban en todo el mundo y los USA retrocedían. Era el peor momento para la libertad desde el desembarco de Normandía. Y ahora, precisamente cuando celebramos su sexagésimo aniversario, podemos constatar hasta qué punto si Estados Unidos volvió a ser lo que nunca debió dejar de ser, fue gracias a Reagan, pero también cómo, igual que entonces, en la Vieja Europa, la patria de Lenin y Stalin, Hitler y Mussolini, anida un rencor inextinguible hacia la libertad. Entonces, cuando Reagan viajaba a Europa, y en concreto cuando venía a España, la Izquierda sin remedio, instalada en el Poder y en el rencor, lo recibía con las viñetas de Peridis en «El País», en las que la cara de Reagan regentaba un cuerpo que era la cruz gamada nazi, y el vicepresidente del Gobierno del PSOE, Alfonso Guerra, se iba a Hungría para recordar, a la sombra de los tanques del 56, de qué lado estaba él en la Guerra Fría.
Ayer, el Gulag; hoy, la nostalgia de aquel tiempo en que parecía que el socialismo iba a triunfar fatalmente en todo el mundo. Una fatalidad que evitaron muchos (Thatcher, Wojtyla, Sajarov y tantos anticomunistas heroicos) pero, entre ellos, uno sobre todos: Ronald Reagan, el héroe de nuestro tiempo. El tiempo en que la libertad demostró que frente al totalitarismo sólo cabe la lucha y que en esa lucha permanente por la libertad está el germen del triunfo.
Ayer, el Gulag; hoy, la nostalgia de aquel tiempo en que parecía que el socialismo iba a triunfar fatalmente en todo el mundo. Una fatalidad que evitaron muchos (Thatcher, Wojtyla, Sajarov y tantos anticomunistas heroicos) pero, entre ellos, uno sobre todos: Ronald Reagan, el héroe de nuestro tiempo. El tiempo en que la libertad demostró que frente al totalitarismo sólo cabe la lucha y que en esa lucha permanente por la libertad está el germen del triunfo.
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