Escribe: Dante Bobadilla Ramírez
Cualquiera que mire las cifras laborales en el Perú tiene que espantarse. La informalidad y el subempleo van desde el 65% a más del 80% en diferentes sectores, para no hablar del desempleo o la precariedad del empleo. Pero estos son solo algunos de los terroríficos indicadores que luce nuestro mercado laboral. La mayoría de la gente lo sabe en carne propia porque está subempleada, bajo contratos de plazo fijo, sabe que será despedido sin remedio al cuarto año, o solo labora medio turno porque así la empresa evita pagarle CTS. En suma, son variadas las experiencias que la gente padece hoy gracias a las absurdas leyes laborales que rigen en el país, pero que muchos consideran maravillosas porque viven convencidos de que protegen al trabajador. Es otro acto de fe en contra de todas las evidencias de la realidad.
Todo esto sucede no por maldad de las empresas sino por la estupidez generalizada de quienes creen que las leyes sirven para proteger y derramar dicha y felicidad sobre la gente. Tenemos una gran secta fanática de creyentes en las bondades milagrosas de la ley. Son quienes hacen toda clase de leyes protectoras para un mundo feliz, los demagogos y charlatanes, los sindicalistas parásitos que defienden sus gollerías y la izquierda lunática que vive siempre en lucha contra al empresa privada y en busca de su utopía de la vida fácil. Nuestra penosa realidad laboral se debe a la pérdida de la realidad y la imposición de conceptos líricos como la estabilidad laboral, el derecho al trabajo, beneficios sociales, derechos adquiridos, sueldo mínimo, entre otros muchos conceptos sagrados que se lucen como iconos en el altar de la esquizofrenia laboral. Y todavía hay quienes se lamentan de que no se termine la "Ley General del Trabajo", verdadero monumento a la estupidez en la plaza mayor de Macondo. Si esta ley no se ha terminado tras 20 años de discusiones inútiles es precisamente por su imposibilidad real.
La base de nuestro ridículo esquema laboral fue el absurdo "derecho al trabajo" establecido en la velasquista constitución de 1979, que le asignaba todo un capítulo al trabajo. Allí decía que el trabajo es "un derecho y un deber" pero lo cierto es que no es ni derecho ni deber, es simplemente una actividad más del ser humano libre que, bajo cierto punto de vista, puede asumir la forma de un trabajo pero sin que eso le otorgue categoría de derecho o deber. Sostener eso es tan absurdo como decir que ser artista, deportista o político es un derecho y un deber. Es demagogia y nada más. No hay necesidad de rodear al "trabajo" con una aureola especial a menos que se pretenda manipularlo políticamente. Y eso es lo que hizo el comunismo desde los escritos de Marx: utilizar al trabajador como detonante político. El trabajador del campo y de la ciudad (obreros y campesinos) estaban llamados a realizar la revolución. Pero al final toda clase de demagogos populistas han terminado por prostituir el campo laboral.
Para el comunismo en boga en los 70 el trabajo era un deber porque se basaba en la esclavitud laboral de los ciudadanos explotados por el Estado. Para las izquierdas en los países no comunistas el trabajo era un "derecho" que la empresa no podía tocar. De este modo se sacralizó el concepto aberrante de "estabilidad laboral" que la Constitución del 79 prácticamente consagra al decir que un trabajador solo puede ser despedido "por causa justa señalada en la ley y debidamente comprobada". El trámite era tan engorroso que ninguna empresa lo intentaba ya que además estaba destinado a perderlo. Así fue como el puesto laboral le fue enajenado o expropiado a sus creadores y dueños, los empresarios, y pasó a ser propiedad del trabajador pero administrado por los sindicatos, los que finalmente se convirtieron en mafias de extorsión.
El velascato alimentó el sindicalismo que luego nos sacó los ojos en los 70 y 80 con huelgas que duraban meses paralizando la economía, especialmente en el sector bancario dominado por el Estado, así como en la educación, puertos y demás sectores estatales. El reinado de estos dinosaurios acabó con las reformas de los 90, pero poco o nada se hizo por remediar el caos en el sector privado, donde la legislación seguía defendiendo viejos conceptos retrógrados que minaban las libertades. Mientras la moderna estructura económica liberalizaba el mercado eliminando los controles de precios y otras regulaciones y sobrecostos, el ambiente laboral permaneció prácticamente intacto. Peor aun, se inventó la CTS como una suerte de seguro de desempleo a cargo del empleador y acabó siendo un sobrecosto absurdo.Ya antes la demagogia de Alan García había institucionalizado la gratificación de julio y diciembre como una obligación laboral más, que se sumó a la larga lista de beneficios sociales pagados por la empresa como si fuera una beneficencia pública.
El Perú tiene los más altos sobrecostos laborales de la Alianza del Pacífico. La empresa formal debe asumir el 60% adicional del sueldo de cada empleado. Es decir, por cada 100 soles pagados al trabajador, la empresa debe abonar 60 soles más de sobrecostos, mal llamados "derechos". Y para colmo el empleador ni siquiera tiene libertad para reducir personal o despedir trabajadores cuando la coyuntura lo exige o el trabajador no es competente. Evidentemente hay razones de sobra para que el empleo en el Perú esté en la condición de informalidad y precariedad en que está hoy, pues nadie es tonto para perder dinero de ese modo ni arriesgarlo ni dejarse timar por el Estado. Y lo peor es que ni el Estado cumple con estas gollerías laborales ya que tiene una gran cantidad de regímenes laborales, que buscan básicamente eludir las obligaciones laborales y reducir los presupuestos. También se han tenido que crear algunos regímenes especiales para el sector privado, con lo que el sistema laboral es una verdadera maraña legal aberrante.
Entre las cosas que el Perú necesita resolver urgentemente es la tantas veces mentada reforma del Estado y la reforma laboral, que es básicamente desregularlo, otorgando libertad absoluta de contratación y despido, así como eliminando gollerías y sobrecostos que encarecen el empleo. Que sea el mismo trabajador quien pague sus seguros, pensiones y todo lo que quiera pagar para su beneficio y el de su familia, pero que lo haga de su propio dinero. La empresa no es una beneficencia y el Estado tampoco. De paso hay que liberalizar el seguro médico y las pensiones. El trabajo debe ser remunerado de acuerdo al costo del mercado y al valor personal de cada trabajador. La empresa debe garantizar buen trato y ambiente seguro, todo lo demás debe ser materia de la libre negociación y la realidad del mercado. Por último deberían desaparecer ese concepto mítico y absurdo del "sueldo mínimo vital" que solo sirve para discutir por tonterías. La pregunta es si alguien tiene cojones para hacer todos estos cambios. De lo contrario permaneceremos en el limbo laboral que hoy nos asfixia. O pisamos tierra asumiendo la realidad sin miedo o seguimos engañándonos con la fantasía de las maravillosas leyes laborales, los supuestos beneficios sociales y los cándidos derechos laborales. ¿Lo aceptarán quienes cacarean por el cambio?
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