jueves, 5 de abril de 2018

Cayó el cabecilla de la izquierda corrupta


Escribe: Dante Bobadilla Ramírez

A Lula se le acabaron los recursos dilatorios. La Corte Suprema del Brasil rechazó su última triquiñuela legal. Ha corrido como rata asustada y ahora está al final del callejón, sin un agujero adónde escapar. Todo indica que pasará sus últimos años no en la gloria de un retiro digno sino en la soledad de una prisión. Pero sobre todo, quedará en la historia como el más grande mafioso de la política que se haya visto jamás.

El final de Lula es la consecuencia lógica de una ideología que antepone todo a su fin supremo que es la conquista del poder. Esa es la ideología que ha marcado a la izquierda continental desde mediados del siglo pasado, cuando, financiada por los comunistas de la URSS y de la China de Mao, se prepararon para asaltar el poder por las armas. Entonces nada les importó, mucho menos la vida de las personas. Cualquier precio era poco para alcanzar el poder. La metodología del terror y la lucha armada no dio resultados pero dejó un reguero de muertos en toda Latinoamérica, incluyendo unos 35 mil muertos en el Perú.

En el nuevo milenio, tras la caída de la URSS y Mao en la China, y el fracaso de las guerrillas en casi toda Latinoamérica, solo quedaron los narcoterroristas de las FARC y el ELN en Colombia sin mucho apoyo, pues Cuba estaba en la ruina tras perder el financiamiento de la URSS. Fue entonces cuando los comunistas de Latinoamérica se agruparon en el famoso Foro de Sao Paulo, donde planificaron su nueva estrategia para seguir en la lucha. Por suerte para ellos, ya Hugo Chávez había logrado ganar la presidencia de Venezuela por la vía electoral. Entonces se dieron cuenta que no hacía falta acudir a las armas cuando la verborrea era suficiente.

Para mayor suerte del comunismo latinoamericano, el precio de los minerales empezó a subir gracias al capitalismo implantado en China, convertida ya en la gran fábrica del mundo. El dinero empezó a fluir a todos los países exportadores de materias primas, y principalmente a Venezuela, cuya riqueza petrolera se multiplicó por diez. Hugo Chávez enloqueció con tanto poder y no tuvo mejor idea que crear su propio imperio socialista. Su mentor Fidel Castro no había podido lograrlo mediante la exportación de guerrillas durante los 60 y 70, sus años más fuertes. Pero Hugo Chávez no usaría guerrillas sino que tenía suficiente dinero para comprar países enteros. Así empezó a comprar políticos, manipular elecciones y colocar títeres en varios países de la región, incluyendo Brasil, donde Lula fue el gran beneficiario. 

Pero a Lula no le parecía bien ser el segundón de Chávez. La economía de Brasil era más fuerte que la de Venezuela, que solo dependía del petróleo y de la empresa estatal PDVSA, ya estatizada por Hugo Chávez para utilizarla como su caja chica. Así que Lula empezó a maquinar su propia estrategia para arrebatarle a Chávez la supremacía del poder continental. Fue una guerra de poder que los llevaría a convertirse en los más grandes corruptos y corruptores de la historia política latinoamericana. Chávez y Lula se arrebataban los países y subastaban las conciencias de los políticos y empresarios.

Tal como Hugo Chávez utilizó a la empresa petrolera PDVSA como su fuente de financiamiento personal, Lula da Silva hizo lo mismo con Petrobras, la empresa estatal petrolera que manejaba los recursos más grandes jamás habidos gracias al alza de los precios. En ambos casos fue la empresa estatal petrolera la caja chica de la corrupción. Es hora de reírnos de los economistas progres que siempre ponían esas empresas como ejemplo de buena gestión estatal. Ya es tiempo de que aprendan la lección: las empresas estatales no funcionan. Solo son antros de corrupción política y de ineficiencia a costa del pueblo. Chávez y Lula se encargaron de darnos esa lección.

La enfermedad de Hugo Chávez permitió a Lula tomar la delantera en la carrera de corrupción. En el Perú esto se pudo observar claramente cuando Ollanta Humala pasó de ser el candidato de Hugo Chávez en el 2006, a ser el candidato de Lula en el 2011. Ollanta Humala nunca pasó de ser un monigote al servicio de la megacorrupción del socialismo continental. Gracias a su gobierno, la corrupción brasilera liderada por Lula se estableció en el Perú legalmente y con gran descaro. Ni siquiera disimulaban la compra de periodistas. El apoyo a la campaña del NO para salvar a la alcaldesa de Lima, Susana Villarán, fue la cereza del pastel. Perú se convirtió en una provincia de Brasil donde reinaban los operadores de Lula mediante sus empresas OAS, Odebrecht, Camargo y Correa, etc. 

Mientras tanto, en Brasil, Lula aseguraba su poder turnándose con su socia Dilma Rousseff, ex guerrillera setentera y miembro del PT, y ampliando sus redes de corrupción a casi toda la clase política. La serie “El Mecanismo” difundida por Netflix narra con precisión el macabro entramado de corrupción que había tejido el socialismo brasileño durante 10 años de poder. Las 13 empresas más grandes del Brasil se sentaban con Lula y Dilma, como en un gabinete de la corrupción, para distribuirse las megaobras con sus respectivas comisiones. Hasta tenían un reglamento de adjudicaciones rotativas con porcentajes de coimas. Todo muy bien organizado. La podredumbre era tan grande que se sentían a salvo de cualquier sospecha.

El final de Lula deja mal parada a la izquierda que por tanto tiempo se ufanaba de ser la representación de la moral, pese a la mortandad que provocaron, con los cerros de cadáveres y los ríos de sangre que dejaron atrás. Siempre se lavaron las manos tomando distancia de esos hechos. Pero hoy no tienen excusa. Tanto Chávez como Lula son los líderes que todos ellos aplaudieron y sustentaron, con los modelos políticos que pusieron de ejemplo. Todo lo que queda detrás de las aventuras del socialismo del siglo XXI es una legión de políticos mediocres y corruptos pagando cárcel o fugitivos, sin contar con los adefesios que aun sobreviven en el poder de Venezuela y Bolivia.  Esperemos no volver a oír de socialismos por un buen tiempo.

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