Por: Erick Yonatan Flores Serrano
Coordinador General Instituto Amagi - Huánuco
Odebrecht y el escándalo de corrupción más grande de América Latina en lo que va del siglo, nos ha permitido comprender que la corrupción es una enfermedad que no distingue derechas de izquierdas. En esta parte de la región, los abanderados de la lucha contra la corrupción, aquellos “indignados” que convocaban a movilizaciones y lavaban las banderas en las plazas, también han sido alcanzados por esta enfermedad; así que no se trata de un fenómeno exclusivo de un solo sector político, sino más bien de una práctica que se ha ido generalizando, al margen del espectro político que gobierne, en todo el sistema.
Como todos estaremos de acuerdo en que la corrupción es uno de los principales problemas que aqueja a nuestra región, creo que lo más importante es comprender cómo es que este tipo de males se desarrolla y cuál es la forma más efectiva para poder hacerle frente. Y lo primero que tenemos que entender sobre este tema, es que la corrupción no es otra cosa que el mal uso del poder político [Estado] para conseguir un beneficio particular, ya sea para uno mismo o para un tercero. De esta definición -que es clásica y compartida por la mayoría de entendidos en la materia- podemos inferir que el Estado termina siendo la condición de posibilidad para que la corrupción aflore en una sociedad; lo cual no es un detalle menor porque a partir de esta idea, es que podemos comenzar a pensar en las posibles soluciones que el problema requiere.
Lord Acton, famoso historiador y político inglés, decía que el poder tendía a corromper y que el poder absoluto corrompía absolutamente. Lo que nos trataba de advertir Acton era que a medida que el poder político -hoy materializado a través del Estado- crecía, las posibilidades de corrupción crecían también. Y en la sentencia no sólo encontramos una advertencia, sino que también el principio que debe regir la lucha contra la corrupción en cualquier parte del mundo. Cuando se tiene un Estado que concentra mucho poder político, los incentivos para la corrupción se incrementan en forma exponencial; por el contrario, si el Estado tiene un límite en su tamaño y en el poder que concentra, los incentivos para la corrupción disminuyen. No es una casualidad que Nueva Zelanda, un país con un Estado pequeño, lidere el ranking de países con menos percepción de la corrupción según el último informe de Transparencia Internacional; y Corea del Norte y Venezuela estén entre los últimos, sólo superando a los países de oriente medio donde las condiciones políticas son desastrosas.
Resulta evidente que el hilo conductor de la lucha contra la corrupción se encuentra en la disminución del tamaño del Estado, paradójicamente parece que en la región no existe claridad en este asunto porque todos los esfuerzos destinados para luchar contra la corrupción, están dedicados a fortalecer el aparato del Estado en todos los sentidos posibles. Todo esto puede reflejar dos cosas en nuestra sociedad: o no terminamos de entender la naturaleza del problema, o simplemente no tenemos la intención de solucionarlo. Y en cualquier caso, la sociedad civil es la que termina siendo la gran perjudicada en todo este asunto.
Mientras la clase política dirigente siga concentrando el poder que tiene para otorgar privilegios a sus amigos, la lucha contra la corrupción seguirá siendo sólo una bonita intención. El único horizonte posible en esta lucha es reducir el tamaño y el poder del Estado, mientras las reformas no apunten a esto, es difícil pensar en que nuestra sociedad pueda superar este problema. A final de cuentas, lo que todos debemos comprender es que el Estado no puede luchar contra la corrupción porque el Estado es la corrupción.
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