jueves, 15 de septiembre de 2022

La barbarie del vizcarrismo


Escribe: Dante Bobadilla Ramírez

Publicado en El Pollo Farsante el 16 de noviembre de 2021 

Se ha recordado el primer aniversario de la barbarie desatada en las calles de Lima tras la vacancia del dictador Vizcarra. Es una fecha que la izquierda no desaprovecha para contar su versión de la historia, llamando «golpe» a la vacancia de Vizcarra, «dictador» a Merino y «antidemocrático» a su breve régimen. De la misma manera, declaran «héroes» a un par de delincuentes muertos en las trifulcas contra la Policía. ¿Qué fue lo que en realidad pasó?

La manipulación de la verdad empezó mucho antes, cuando inventaron el cuento de hadas de que Martín Vizcarra era «el padre que el país necesita». El viejo cuento de la «lucha contra la corrupción» fue utilizado una vez más para engañar a los incautos y combatir a los enemigos. Ni en la Rusia de Stalin ni en la Alemania nazi se había visto tanto engaño colectivo. La gente estaba tan idiotizada por la prensa y el show de Vizcarra que terminaron idolatrando al fantoche moqueguano como a un dios, pese a que Vizcarra nunca se ocupó de gobernar.

El país estuvo a la deriva mientras Vizcarra se ocupaba de la guerra política contra el Congreso. Ganaba popularidad mediante el discurso y el gesto populista, con su pose de luchador anti corrupción, sus alardes reformistas para purificar la política y sus payasadas efectistas, como caminar hacia el Congreso llevando personalmente las reformas. Mientras tanto, poco a poco extendía sus tentáculos controlando todas las instituciones con apoyo de la mafia.

Martín Vizcarra encarnó muy bien su personaje de Mr. Show para convencer a las masas de que era el dios de la justicia que limpiaría el Perú del mal. Un burdo montaje para deshacerse de los opositores y capturar el poder. Así fue cómo liquidaron a Pedro Chávarry y capturaron la Fiscalía de la Nación, crearon la Junta Nacional de Justicia para manejar al Poder Judicial, hicieron reformas para liquidar a los partidos políticos y dieron un golpe de Estado cerrando el Congreso al caballazo, para impedir que se cambie al Tribunal Constitucional. Todo eso, más el control de la prensa, fue la estrategia para que una mafia tenga el poder absoluto.

La rápida y desesperada vuelta de Martín Vizcarra del Brasil para defender a los fiscales Vela y Pérez, removidos de sus cargos por Pedro Chávarry, fue una descarada intromisión que delató la existencia de una maquinaria tenebrosa montada ya para la guerra política. Fiscales y jueces eran piezas de esa maquinaria del terror judicial, junto a una prensa prostituida y una ONG que generaba los escándalos mediáticos, como el de Los Cuellos Blancos, con audios que soltaba oportunamente para liquidar a personajes incómodos.

La prensa vizcarrista tenía un staff de guaripoleras y opinólogos dedicados a alabar a Vizcarra, aplaudir su «lucha contra la corrupción» y atacar día y noche al Congreso, al que le pegaron la etiqueta de «obstruccionista». Luego vino el espectáculo morboso de la captura y prisión de Keiko Fujimori. Más tarde, la persecución, captura y muerte de Alan García, para el orgasmo de una generación amamantada con el odio y la mentira. Todo un espectáculo montado mediante burdas artimañas legales, como aportes de campaña o discursos remunerados.

En resumen, la época de Martín Vizcarra fue de una vendetta política permanente en busca de copar todas las instituciones, liquidar al fujimorismo y al APRA y debilitar a los partidos. Fue una época que pasará a la historia como la era del terror político, del abuso fiscal y judicial, de las sucias campañas de prensa y de las prisiones preventivas, utilizadas como espectáculo público en reemplazo del cadalso, mientras se idolatraba a un patán con ínfulas de dictador.

Pero también fue una época de mediocridad total, pues Vizcarra prefirió rodearse de lo más elemental, de su gentita provinciana de Moquegua, de los adulones, trepadores y traidores que le hacían reverencias a su paso, como Gloria Montenegro o Daniel Salaverry; de tontos útiles, como Salvador del Solar; de notables caviares, como Tuesta y Tanaka, que se prestaron como papagayos para adornar las reformas políticas. Vizcarra prefirió el show de la paridad de género en su «gabinete paritario», el espectáculo de la lucha contra el patriarcado uniformando con mandiles rosados a los generales del Ejército, la pantomima del mensaje a la nación con arengas a la unidad nacional, la exhibición del «juntos sí podemos», mientras se vacunaba en secreto y nos encerraba sometiéndonos a las reglas más absurdas del planeta en la peor gestión de la pandemia.

La caída de Vizcarra tiraba por los suelos todo ese andamiaje nefasto montado por una mafia para hacerse del poder absoluto, ponía en riesgo toda esa estructura mafiosa de poder repartido en varias instancias corruptas y desestabilizaba muchos negocios con el Estado y desde el Estado. Pero, sobre todo, arriesgaba la impunidad de una mafia que —pese a todo el circo fiscal— no ha sido tocada gracias a oscuros y secretos «acuerdos de colaboración».

El Congreso resultante del golpe de Vizcarra fue un potro difícil de domar. Las reformas de Vizcarra aseguraron la mediocridad, pero no la lealtad al régimen. Vizcarra se sentía emperador y se comportaba como tal gracias a la seguridad que le daba su maquinaria mafiosa y —principalmente— la prensa. En el primer intento de vacancia, se presentó al Congreso muy campante, se encaramó al estrado de la mesa directiva para dar un breve mensaje por toda defensa y salió riendo. Felizmente, en medio de toda esa feroz maquinaria de propaganda oficial en que se había convertido la gran prensa, aparecieron unos medios pequeños que empezaron a revelar la corrupción detrás del régimen, hasta provocar su caída.

La vacancia de Martín Vizcarra fue un acto justo y necesario; se sacaba así del poder al personaje más nefasto de este siglo. Pero, por supuesto, iba a costar muy caro, pues toda la mafia que había estado soportando al régimen reaccionó de inmediato. Los mismos tontos útiles que sirvieron al dictador saliendo a marchar en numerosas ocasiones —ya sea para defender a los fiscales Vela y Pérez, o para pedir la expulsión del fiscal de la nación Pedro Chávarry, o para pedir el cierre del Congreso y aplaudir el referéndum amañado— volvieron a salir a las calles en defensa del corrupto defenestrado.

Desde luego que no fueron marchas originales ni mucho menos espontáneas. Son los mismos contingentes que la izquierda sabe sacar a las calles en cada ocasión, pero con diferentes pancartas. Jóvenes arriados por la prensa, las oenegés y las universidades detentadas por la izquierda. Ya desde antes había una férrea oposición a la vacancia con el argumento de la pandemia, como si Vizcarra hubiera hecho algo positivo más allá de su show diario en televisión. La reacción contra la vacancia alcanzó niveles de violencia inusitada, hasta que cosecharon los muertos que estaban buscando. Por supuesto, eran muertos que no pertenecían a la gentita.

El objetivo de esas marchas era recapturar el poder para la mafia. El resto es cuento para bobos. Nunca hubo una defensa de la democracia. No solo consiguieron hacer renunciar al débil régimen de Merino, sino que arrinconaron a los 105 congresistas que votaron por la vacancia de Vizcarra y les impidieron formar parte de la nueva mesa directiva. Fue, pues, un feroz contragolpe de la mafia. No solo recuperaron el poder, sino que iniciaron la narrativa oficial de los sucesos con discursos de gratitud y homenaje a los vándalos caídos.

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