Escribe: Dante Bobadilla Ramírez
Las reacciones ante el sorpresivo cambio de giro de Keiko Fujimori no cesan. Por el lado del fujimorismo han apelado al cinismo más descarado, tratando de convencernos de que no ha pasado absolutamente nada, que no existe ningún cambio y que el discurso es el mismo de siempre. Podemos asumir que es la actitud de todo franelero que siente que su trabajo es defender a capa y espada a su líder, tratando de cuidar además su propio puesto en la política. Pocos son capaces de enmendarle la plana a su lideresa y decir abiertamente lo que piensan. Y menos, renunciar como lo hizo el pastor Julio Rosas, cuyo gesto después de todo resultó muy digno.
En el otro lado del espectro político, la caviarada sigue celebrando con champagne un triunfo que no se lo esperaban. Al fin el Informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación será reconocido como documento sagrado del Estado peruano y verdad histórica oficial y absoluta a ser enseñada en todas las escuelas, para que los niños aprendan que nunca hubo terrorismo en el Perú sino un conflicto armado, donde un partido político se alzó en armas para protestar por la pobreza mientras el Estado respondía como un terrorista que atropelló los DDHH. Y también que Alberto Fujimori es el peor asesino de masas de la historia. Sobran motivos para celebrar en la izquierda.
Evidentemente lo que está pasando acá es que Keiko Fujimori ha decidido forjarse un perfil propio como política y candidata. Ya no quiere seguir siendo la hija de Alberto Fujimori y cargar con la herencia del fujimorismo de los 90. Es obvio que ha contratado un asesor y han emprendido la gran transformación de Keiko. Lo único que falta es que le cambien el apellido y le arreglen los ojos rasgados mediante una cirugía. Lo malo de crear un frankenistein político para convertirlo en un buen producto comercial electoral, es que se arma un sancochado ideológico que tiende a caer en el lado izquierdo del espectro, es decir, en la pose de lo "políticamente correcto", pero al final no tienes nada. Tan solo un maniquí hueco. Que es precisamente lo que acabó siendo Ollanta Humala.
El precio que hay que pagar para ser un candidato ideal, de folleto de oferta electoral, es dejar de ser quien se es para convertirse en un fantoche. Keiko quiere dejar de ser la hija de su papá y ser alguien por si misma. Y es que realmente Keiko no es nadie politicamente hablando, más allá de ser la hija de Alberto Fujimori y representar algo en el imaginario popular, sea lo que sea eso. Ha decidido construir su propio perfil con un albañil que recurre a los productos más comerciales del mercado, convencido de que vestir al maniquí con los ropajes de moda le dará mayor arraigo popular. Una apuesta bastante riesgosa.
Por lo pronto, las reacciones mayoritarias en los círculos del fujimorismo han sido de enojo y decepción. Sienten que hay una especie de traición a los principios que tanto ha costado defender. Hoy se le pide a los soldados que se han batido en las trincheras soportando el fuego graneado del enemigo que salgan, arrojen sus armas, se rindan ante el enemigo y se sometan a ellos en aras de la paz. Hay que abrazar a los defensores de los terroristas, quizá a los mismos terroristas, a los jueces que encarcelaron a tantos inocentes entre funcionarios y militares que aun siguen presos, a los políticos que urdieron campañas sucias de desprestigio, a los que armaron colectivos dedicados exclusivamente al vil oficio de arrojarle basura al fujimorismo, a los profetas de la moral que prefirieron posar al lado izquierdo, junto a los defensores de terroristas, antes que salir junto a un régimen caído en desgracia. Los fujimoristas deben ahora abrazar a todos ellos.
Hay que decir las cosas como son: Keiko quiere ser alguien por si misma y para ello está dispuesta a condenar al fujimorismo, asumiendo incluso las banderas de la caviarada y el estatismo popular. Es lo que debe quedar claramente establecido. Lo que falta ver es si el fujimorismo estará dispuesto a secundarla en su gran transformación.
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