Como ocurrió en Constantinopla, cuando los sacerdotes se pusieron a discutir sobre el sexo de los ángeles mientras las tropas turcas sitiaban la ciudad, ahora en el Perú los congresistas se han puesto a discutir sobre la “identidad de género” en medio de una pavorosa pandemia en su pico más alto de mortandad. Esas son las prioridades del progresismo nacional. Una vez más se alborota el gallinero de izquierda con un proyecto de ley sobre el “género”, una de las causas más obsesivas del progresismo mundial.
Los fundamentos que suelen esgrimir los defensores de la “equidad de género” pasan por tautologías retóricas que apelan a la autoridad incuestionable de tratados e instituciones internacionales, erigidas como los oráculos de la verdad en el mundo, ante los cuales solo queda agachar la cabeza. Pero lo cierto es que no existe ningún fundamento racional en el ardid de ampararse en un tratado, acuerdo, sentencia o encíclica, para que una nación deba ordenar su existencia bajo tales parámetros universales, acogiendo modismos ajenos a su propio sentir, modos de vida, tradiciones y cultura. Una nación debe regirse por sus propias normas surgidas desde su realidad sociocultural, tradiciones y costumbres, así como sus propias concepciones. Imponerle otras perspectivas es violentarla.
Podríamos decir, en este mismo orden de ideas, que se debe respetar la identidad cultural de cada pueblo y no someterlas a la imposición de doctrinas extrañas, elaboradas en laboratorios ideológicos de entidades de carácter global creadas para otros fines. El Derecho no puede ser impuesto desde entidades globalistas exigiendo el acatamiento de concepciones extrañas al sentir y vivir de cada nación. Lo mismo que se exige para las comunidades nativas, vale para toda una nación: respeto a su identidad cultural.
Eso en cuanto a los argumentos jurídicos que se alegan como fundamento para imponer lo que se llama la “identidad de género”. Lo otro es el relamido argumento de la igualdad, convertido en dogma de fe del progresismo. Una aberrante pretensión ideológica que quiere pasar por encima de la realidad. No existe ninguna clase de igualdad en la realidad social humana. Cada persona es única. Cada familia es única. Cada pueblo y nación es único. No existe igualdad. Lo más que se puede pretender es que todos seamos tratados iguales por el Estado, pero ni eso es correcto porque el Estado debe hacer diferencias entre menores y mayores de edad, entre gestantes y madres, entre adultos mayores, etc.
Es alucinante cómo se le ha impuesto a la gente el dogma de la igualdad. A tal punto que en muchas ocasiones ya es un delito hacer algún tipo de discriminación. Es decir, debemos anular una facultad mental, contener la risa, evitar un comentario, abstenernos de un silbido o un piropo para no caer en el delito. Nos obligan bajo leyes totalitarias a no hacer ningún tipo de discriminación bajo amenaza de ser castigados por la Santa Inquisición del progresismo. ¿Qué clase de dictadura de la bondad es esta? Es todo un atentado a la libertad. Hemos vuelto a la Edad Media en que cualquier idea contraria al dogma de fe se castigaba.
Y ahora resulta que un disfraz, un sentimiento y hasta una tara biológica determinarán lo que es una “identidad de género”. Vaya disparate. Una identidad es algo que identifica a alguien, y por lo tanto debe estar fundado en caracteres naturales permanentes, los cuales ya se anotan desde el nacimiento. Es absolutamente ridículo sostener que son parte de una identidad los elementos ideológicos y conductuales de una persona. ¿Qué clase de doctrina es esa? Es un absurdo jurídico elaborado expresamente para dar cabida a las diferentes versiones de conducta sexual o “de género”. El género no es nada más que una manera de designar a las diferentes formas de ejercer la sexualidad, pero eso no cambia el sexo que es lo constante. Sin embargo, el proyecto de ley que pretende aprobar el Congreso peruano permite que cualquiera pueda alterar y falsear su sexo en un documento de identidad. Claro que eso es solo el comienzo. Aprobado esto ya puede venir cualquier otra barbaridad semejante, como declarar ya no el sexo sino el “género”. Es abrir la puerta al delirio.
De aprobarse esta ley, se estaría consagrando una gran variedad de trastornos de la sexualidad como elementos de identidad personal. Y si eso vale para el sexo ¿por qué no para otros trastornos? Hasta podrían añadir características de conducta sexual como ser voyerista, fetichista, pedófilo o exhibicionista, dentro de una “identidad de género”. ¿Qué tal?
La sexualidad es una parte muy compleja del individuo que depende no solo de un par de cromosomas, sino de una serie de procesos delicados, precisos y complejos que se producen durante el desarrollo embrionario. Una falla en cualquier parte de esta cadena de procesos da lugar a un trastorno específico de la sexualidad que se presentará en cualquier momento de la vida del individuo. Pueden ser trastornos en la producción hormonal o en el procesamiento cerebral de las señales sexuales, etc. Son muchas variables que no tienen nada que ver con el “desarrollo de la personalidad” ni con la “construcción social del género”, como afirman los teóricos charlatanes de la ideología de género.
Es cierto que las personas pueden desarrollar su sexualidad de mil formas. ¿Y eso qué? Del mismo modo pueden desarrollar sus afectos sociales, sus ideas políticas, sus preferencias laborales, etc. Así es el desarrollo personal. ¿Por qué otorgarle un carácter especial a las formas en que manifiestan su sexualidad? Después de todo, la sexualidad es algo íntimo más que social. Las características externas de apariencia y comportamiento sexual forman parte de muchas otras expresiones de la personalidad. No hay por qué desligarlas, y menos para usarlo como elemento de identidad. Es absurdo.
Antiguamente se consignaba la raza en los documentos de identidad. Eso diferenciaba a un Juan Pérez de raza blanca, de un Juan Pérez de raza negra. Era un elemento natural, útil y permanente que servía como rasgo de identidad. Pero a la cucufatería progresista le pareció indignante usar la raza y la eliminaron. Ahora pretenden emplear una fantasía sexual como rasgo de identidad. ¿Tiene eso algún sentido racional?
Las personas son libres de ejercer su sexualidad como les plazca, sin que eso sea un rasgo de identidad. Las que sufren un trastorno de la sexualidad deben ser tratadas con respeto, como corresponde, pero ellos no están en condiciones de exigir que se les haga leyes especiales para que su “identidad” dependa del trastorno específico que padecen. Un hombre que se mutila los genitales, que se acuesta con otros hombres o que se viste de mujer sigue siendo un hombre. Un “trans” es cualquier cosa que se sienta ser, pero eso no puede determinar su identidad legal, porque eso abre puertas que dan acceso al caos. Si alguien quiere cambiar su nombre de Guillermo a Gahela, nadie se lo impide. Puede hacerlo. No hace falta ninguna ley de “identidad de género” para hacerle un favorcito a los amigos.
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