Escribe: Dante Bobadilla Ramírez
Fuente: El Montonero
La candidata Keiko Fujimori no ha dudado para meterse en una especie de concilio ecuménico de sectas evangélicas criollas en el que, luego de escuchar los más encendidos discursos homofóbicos sustentados en la moral sexual dictaminada por la Biblia, procedió a firmar un compromiso que niega a los homosexuales la posibilidad de legalizar su unión y adoptar niños. Dos temas que parecen ser los únicos que les interesan a estos celestiales seguidores del Señor, además de exigir que el Estado les brinde trato igualitario y les otorgue los mismos privilegios de los que goza la Iglesia Católica, como subvenciones y exoneraciones tributarias.
Mezclar política con religión no es una buena idea, y menos para ceder ante la religión. Se trata de escenarios totalmente diferentes. La política se sustenta en la realidad y procura un futuro mejor para la sociedad en libertad; la religión se sustenta en mitos de un pasado remoto y se preocupa por llegar al paraíso en otra vida mediante la imposición de dogmas. Como yo lo veo, es la diferencia entre la cordura y el delirio. Para colmo, existe, desde hace unos años, una oleada continental de cristianismo evangélico de diferentes formatos, agrupaciones religiosas que no solo se ocupan de sus rituales y cultos, sino que tratan de acceder al poder político. ¿Cuál es el interés de estas sectas para acceder al control político y manejar el Estado? ¿A qué hora comenzaremos a preocuparnos por este fenómeno? ¿O es que todos creen que no hay de qué preocuparse?
Si bien hemos tenido predicadores y profetas candidateando a la presidencia con poca fortuna, en otros países como Colombia y Brasil los evangélicos ya son una fuerza política considerable. Esto quiere decir que en lugar de transitar hacia un Estado cada vez más laico y una sociedad más seglar, estamos en riesgo de convertir al Estado en maquinaria de la fe a cargo de sectas iluministas. Y esto sí debería preocuparnos. El Estado laico es sinónimo de civilización y progreso, pues es el único que ha podido garantizar los derechos y libertades de las personas, de los que no gozarían bajo la dictadura de cualquier religión, como observamos en los países islámicos sojuzgados por la fe y los imanes. No hay ninguna diferencia entre los estados controlados por el comunismo o por la religión.
Es peligroso pisotear la tenue línea que en el Perú aún separa el Estado de la Iglesia, pero más peligroso es abrirle paso a las sectas evangélicas que son aun más fanatizadas, y muy capaces de montar cacerías de homosexuales, solo para empezar. La relación del Estado con la Iglesia Católica, por su trayectoria histórica y su papel en la formación del país (y del Estado peruano), debe manejarse con protocolar cuidado. Si dejamos que el Estado empiece a involucrarse con la feria variopinta de iglesias cristianas, cediendo ante su presión para imponer su doctrina y gozar del mismo estatus de la Iglesia Católica, podríamos llegar a situaciones muy complicadas. Por eso son preocupantes los actuales coqueteos de nuestros políticos con las iglesias evangélicas.
Una cosa es ir a buscar el voto de la gente y otra prometerles defender sus consignas de fe. Nunca una ley fue tan perniciosa como la de igualdad religiosa promulgada por Alan García. No se puede imponer una igualdad ideológica o jurídica (que al final es lo mismo) a cosas que son materialmente distintas y solo aparentemente semejantes. Nadie en su sano juicio puede igualar a la Iglesia Católica con cualquiera de esas iglesias cristianas que hoy se fundan en cualquier garaje. Concederles trato igualitario para que puedan ejercer su presión ante las autoridades del Estado es descabellado. La Constitución reconoce a la Iglesia Católica y punto. Allí debe quedar el asunto. Hay que establecer claramente las coordenadas de esa relación en un solo sentido: de colaboración del Estado con la labor social de la Iglesia, pero no en sentido inverso. A todas las demás confesiones se les garantiza la libertad de culto y más nada. Es hora de preocuparse por que la educación no sea utilizada para el adoctrinamiento religioso.
Resulta inquietante, por decir lo menos, ver a los candidatos participando en cultos religiosos casi esotéricos, en los que se arrodillan para invocar la ayuda divina con los brazos en alto, mientras un pastor hace la labor de médium comunicándose con el cielo, para asegurarle a su dios que se acatarán fielmente sus mandatos. Lo que esperamos de los líderes políticos es que estén por encima de esta clase de prácticas folklóricas y a la altura de un país moderno y civilizado, que aspira llegar al bicentenario muy cerca del primer mundo. Pero hay quienes aparentemente pretenden llevarnos de regreso a la Edad Media.
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