Escribe: Dante Bobadilla Ramírez
Fuente: El Montonero
Gran parte del debate político es francamente irrelevante. Si dejamos de lado la crítica personal y la cacería de brujas, lo poco que queda gira alrededor de espejismos ideológicos alejados de la realidad y centrados en ideales absurdos, aunque muy cautivadores, reducidos a una frase o concepto cliché desprovisto de todo sentido racional, como inclusión social, sueldo mínimo vital, redistribución equitativa de la riqueza, justicia social o derechos. La lista sigue y es casi interminable. Pero nada de eso pertenece al mundo real.
La realidad es ajena a las tribulaciones mentales de los seres humanos. Mientras estos discuten sobre igualdades y derechos, la sociedad transcurre por sus propios cauces naturales, sorteando los obstáculos que se le interponen para llegar al objetivo del bienestar individual mediante el menor costo. Lamentablemente los políticos son víctimas de las ilusiones que nacen del discurso y la utopía acerca de un mundo controlado y guiado desde el poder, como si fueran dioses que dictaminan el curso de la realidad. Vanas ilusiones. Ni siquiera el fracaso reiterado les permite corregir su forma de pensar y actuar. Y es que la utopía social es un mal general desde que hace un par de siglos empezó a hablarse de ideales sociales. A mi modo de ver, se trata solo de una nueva forma de locura colectiva. Veamos algunos ejemplos.
¿Qué sentido tiene discutir sobre un sueldo mínimo vital? Los expertos coinciden en que tiene más efectos nocivos que favorables y que su efecto se reduce a un porcentaje insignificante de la población laboral. Pero el SMV es un fetiche ideológico intocable al que se le rinde culto. Lo mismo ocurre con la fallida Ley de Partidos Políticos afanosamente discutida como la gran solución para, supuestamente, “fortalecer la institucionalidad de los partidos y la democracia”. Burdas ilusiones. Ridículos afanes que jamás sirvieron para nada. Sin embargo, hoy, lejos de simplemente derogar esa inútil ley, se insiste en rectificarla con mágicas modificaciones. Todas estas quimeras no son más que reflejo de la estupidez humana. Las instituciones sociales no nacen ni se “fortalecen” mediante leyes. El Estado solo debe legislar sobre las elecciones que convoca y realiza, señalando las condiciones para participar. No hace falta más nada.
El ilusionismo general acerca del poder de las leyes como instrumentos del cambio social hace que vivamos sometidos a interminables discusiones estériles y a verdaderos diluvios legales. En el colmo, establecen competencias de “eficiencia legislativa” según el número de leyes dadas. Los candidatos prometen más leyes. Ahora se promete una ley para cada enfermedad, y muchas veces con un organismo público a cargo de la implementación del sueño. Estamos hasta el cuello de ese tipo de leyes e instituciones burocráticas que responden al delirio legislativo basado en la utopía social del bien mediante la acción burocrática. Un evidente mal del pensamiento político contemporáneo que hay que corregir.
Donde quiera que se mire el fracaso de este proceder es evidente. El afán por plasmar en leyes las quimeras ideológicas solo nos hace perder tiempo y dinero. Imponer una ley a la fuerza nos lleva a la ilusión y a la informalidad para acabar en una realidad falsa y precaria. El escenario laboral es un claro y patético ejemplo de cómo un mundo repleto de leyes soñadoras que giran alrededor de fetiches ideológicos como los “derechos laborales”, acaba en la más absoluta precariedad. Es una especie de Venezuela a menor escala, donde el delirio político de los mitos sociales pisotea la realidad y la convierte en un manicomio general sin cura, salvo el castigo.
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