Escribe: Dante Bobadilla Ramírez
Fuente: El Montonero
Uno de los especímenes más abundantes de nuestra fauna política en estos tiempos es la de los luchadores anticorrupción. Estos aparecieron en los 80 con el beligerante diputado Alan García, quien llegó a la presidencia prometiendo sentar a Fernando Belaunde en el banquillo de los acusados; luego apareció el implacable Fernando “Popy” Olivera, cuyo busto debería erguirse bajo faroles en el salón de los luchadores anticorrupción, junto al de Alejandro Toledo, Ollanta Humala y Mario Vargas Llosa, autores de memorables discursos que tendrían que leerse como lecciones de ética. Todos ellos resultaron al final expertos en el arte del reacomodo político “por la gobernabilidad”. No se hicieron problemas para abrazarse con cualquiera que les garantizara una cuota de poder o para cerrar el paso a sus enemigos. Y lo curioso es que nos mostraban sus enjuagues políticos como virtudes democráticas, actos magnánimos que debíamos agradecerles por salvar a la patria.
Donde más han abundado los luchadores anticorrupción es en la izquierda, pero con una peculiaridad muy moderna: ya no se trata de acusar a personas sino a sectores políticos enteros. Se han especializado en la estigmatización del Apra y el fujimorismo como símbolos de la corrupción. Es parte de su aniquilamiento político. Han reemplazado el debate por un cargamontón de etiquetas y mentiras, sembrando en los jóvenes la idea de que la corrupción en el Perú empezó en los 90 y que esa fue la época de mayor corrupción. Es otro mito barato de izquierda.
La corrupción es un mal endémico de la humanidad, presente en países pobres y ricos. En el Perú lamentablemente es parte de nuestra cultura y no se puede afirmar que un gobierno lo inventó. Se inicia con la misma república y los bonos de la independencia; luego siguió con el contrato Dreyfus. Hay archivos en la casa Dreyfus de París que registran el pago a los congresistas de la época. Solo faltan los videos, pero estos aparecerían en nuestra política 130 años más tarde. En ese transcurso han pasado muchas cosas, como la construcción del ferrocarril central, el más caro del mundo “para ir a ninguna parte”, como lo reseñó una crónica de la época en el New York Times.
En tiempos más recientes vimos la mega-corrupción del régimen de Velasco Alvarado, dedicado al vicio de construir enormes elefantes blancos como El Pentagonito, el Centro Cívico, la sede de Petroperú, el actual Ministerio de Cultura (que pasó por varias manos sin saber qué uso darle), entre otros megaproyectos insensatos como el Oleoducto Norperuano para una exigua despensa petrolera en dos pozos. Todo ello representó miles de millones de dólares gastados sin ningún tipo de fiscalización ni control alguno. Allí había muchísimo pan por rebanar en todo ese funesto período pero nadie hizo absolutamente nada por investigar porque los militares no se presentan a las elecciones y no son rivales políticos de nadie. Así funciona este país.
Una de las más funestas herencias del velascato (entre muchas que aun quedan) es el narcotráfico. Para nadie era un secreto que policía o militar que se iba a la selva en esos tiempos se hacía millonario, escandalosa y descaradamente millonario, sin que nadie lo cuestione ni lo investigue. La penetración del narcotráfico en nuestras instituciones empezó en esa época aciaga del velascato. Nadie ha documentado seriamente la historia de la corrupción en el Perú, y menos la izquierda. Pero si hay un sector político que representa auténticamente la corrupción a gran escala es la izquierda estatista, pues nunca ha existido mejor caldo de cultivo para la corrupción general que un Estado grande, poderoso, autoritario y controlista, rodeado de empresas públicas y millones de burócratas convertidos en militantes a sueldo del régimen, como lo que tuvimos en el velascato y en el aprismo ochentero, y hoy vemos con lástima en Venezuela, país que lidera el ranking mundial de la corrupción. Seamos claros en eso y no nos dejemos engañar.
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