sábado, 18 de noviembre de 2017

El Perú en manos de la mafia del siglo XXI


Escribe: Dante Bobadilla Ramírez

La corrupción y la mafia tienen muchas formas. En los últimos 16 años el Perú cayó en la más sofisticada mafia de su historia, con las más variadas formas de corrupción. Se ha consolidado un modelo perfecto, que combina no solo el poder político sino que tiene su propia ideología y programa de acción. Por eso se hace tan difícil de combatir: se ha mimetizado en el Estado y hasta en la mente de los ciudadanos. Es decir, los corruptos nos roban mientras nos hacen creer que luchan contra la corrupción.

El inicio de la podredumbre fue el derrumbe de los partidos políticos y el surgimiento de una nueva clase dirigente compuesta de puros saltimbanquis, improvisados y trepadores sin escrúpulos, que ambicionaban el poder y la gloria para sí mismos. No tenían nadie a quien responder, carecían de estructura partidaria. El partido fue cambiado por un club de amigos o algo peor que eso: un clan de chupamedias.

El primer espécimen de este tipo fue Alberto Fujimori. Nunca quiso tener un partido y su única doctrina fue luchar contra el terrorismo. El mayor problema para Alberto Fujimori fue que al remediar rápidamente el desastre económico del país y derrotar al terrorismo, se quedó sin excusas para continuar en el poder. Si la gente siguió votando por él fue porque además de gratitud carecían de alternativas más seguras. Hasta allí solo quedaba una competencia entre personas. Y en esa competencia Fujimori arrasaba electoralmente. La corrupción de su régimen estaba orientada básicamente a mantenerse en el poder, no en enriquecerse. El Estado no estaba rebosante de recursos, como sí lo estaría en el nuevo milenio.

Tras la caída de Fujimori, emerge un nuevo escenario. Ya no había que luchar contra la inflación ni contra el terrorismo. ¿Cuál sería el fantasma al que habría que combatir? ¿A qué enemigo tendrían que enfrentar los políticos del nuevo milenio para motivar el apoyo del pueblo? Allí es cuando a Alejandro Toledo se le ocurrió que el nuevo enemigo sería el fujimorismo y que la nueva doctrina política sería el antifujimorismo. Ahora la tarea política se reducía a mantener la economía en piloto automático y luchar contra el fujimorismo. Eso era todo. Pan comido. La fórmula funcionó mejor cuando el Estado empezó a llenarse de recursos con el alza de los minerales. 

Toledo convirtió la política en un circo permanente con la captura de fujimoristas como una limpieza étnica; luego el juicio a Fujimori se transmitió como una gesta patriótica. La CVR oficializó el antifujimorismo como doctrina, la izquierda creó el circo callejero antifujimorista y luego usaron las redes sociales con éxito para regar su basura antifujimorista a los jóvenes. La arremetida fue total y una nueva realidad se instaló.

Mientras tanto, la mafia caviar se estableció con todo su poder extendiendo sus tentáculos a lo amplio del Estado. La crisis de partidos se consolidó con una de las más absurdas reformas electorales que le abrió las puertas a las mafias locales a lo largo y ancho del país, con el cuento de la descentralización. Mientras tanto la izquierda se extendía por toda Latinoamérica, desde Cuba y Venezuela hasta Argentina y Uruguay, pasando por el poderoso Brasil. No tardaron en sentar sus bases en el Perú, donde la izquierda ya se había encaramado en el poder. 

Mientras entretenían al pueblo con el circo callejero del antifujimorismo y los mitos de horror sobre los 90, la mafia establecía un nuevo modelo de corrupción en el Perú, más sofisticado y amplio, pues iba desde los megacontratos multimillonarios del Estado en obras que en, muchos casos, carecían de sentido y relevancia, como la carretera Interoceánica, la refinería de Talara o el gasoductor del sur, hasta una nueva modalidad de robo menor a gran escala compuesta por contratos de asesorías, estudios y consultorías. El dinero del Estado era usado para repartirlo entre los amigos del régimen de muchas maneras, incluyendo publicidad en medios de comunicación. 

Lo que hoy apreciamos con tristeza es que los peruanos fueron timados a lo largo de estos 16 años. Mientras les hacían creer que luchaban contra la corrupción montando el circo antifujimorista, en realidad extendían su propia red mafiosa instalando a sus compinches en cargos estratégicos, y utilizando los recursos del Estado para comprar los favores de la prensa y ciertas instituciones. Hoy es obvio que la mafia ha infiltrado instituciones y medios. Es público y notorio el descaro con que estos encubren a ciertos personajes, enredando los procesos y buscando formas de trabar la justicia.

Es hora de reconocer que estamos en manos de la mafia, que la mafia controla los resortes de varias entidades, que dirige medios de prensa y TV, y que no está muy dispuesta a dejarse derrotar. Todavía siguen empleando el show del antifujimorismo con absoluto descaro. No quieren hablar de los actos de corrupción de su propia gente. Se pasan la vida investigando los cocteles de Keiko mientras ocultan bajo siete llaves los fondos que financiaron la millonaria campaña de Susana Villarán, tanto en la revocatoria como en su intento de reelección. De eso no dicen una palabra. 

La “lucha anticorrupción” es un show dirigido básicamente a fustigar a los mismos personajes de siempre, mientras los corruptos del nuevo milenio siguen encubiertos y protegidos, sin ser siquiera mencionados por la prensa, y sin que ningún opinólogo se digne a dedicarles una sola columna. Andan muy entretenidos arrojando humo. Ya ni siquiera quieren ser investigados por el Congreso. En este nuevo escenario, el Congreso ha dejado de ser el primer poder del Estado para ser convertido en enemigo del Estado de derecho. La mafia se resiste a ser cuestionada. Los mismos que ayer montaban comisiones para investigar a sus enemigos, hoy exigen que el Congreso no investigue a la mafia instalada en el Estado.

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